La bohème tras bastidores
La Coral Nacional Juvenil Simón Bolívar participa en el segundo y tercer acto de La bohème y queríamos saber, desde la voz de uno de sus integrantes, eso que nosotros no podemos ver (ni sentir): qué ocurre antes y mientras están en escena. Le pedimos a Florycer Rivas, soprano y periodista, que nos lo contara y aquí está su relato
El segundo acto de una de las óperas más representadas en el mundo está a punto de comenzar. La batuta la llevará uno de los directores más conocidos en la actualidad y en la fosa aguardan músicos consagrados en todos los continentes. Nos separa del público un telón rojo, que en cualquier momento se abrirá para darle la bienvenida al Barrio Latino del Café Momus, creado en 1896. Todo indica que el drama lírico está a punto de empezar. Sin embargo, es necesario retroceder unas cuantas horas para contemplar el verdadero comienzo.
Ir a 1830 no es una tarea fácil y lucir como en esa época, menos. Para esto, el camerino de las mujeres de la Coral Nacional Juvenil Simón Bolívar siempre se llena primero que el de los hombres; la razón: maquillaje, mucho maquillaje. Por la distancia entre el público y los cantantes dentro del escenario, es un requisito resaltar la expresión del rostro con maquillaje, sin distinción. Hombres y mujeres deben utilizarlo. Por supuesto, mis compañeras disfrutan más de esto que los hombres, que llevan algo muy discreto. En el camerino de los caballeros hay movimiento una hora más tarde, con menos efusividad, pero con divertidas historias de las anécdotas de estos días en Italia. Lo conversadores que son los muchachos puede sorprender a muchos.
Maquillados todos, salimos a encontrarnos en un salón con la profesora de canto, Margot Parés-Reyna, quien llena de energía a toda la agrupación con ejercicios físicos y vocales y, así, estar listos para la función. Sin olvidar sus charlas sobre la disciplina y el éxito.
Los trajes esperan por nosotros y las mujeres encargadas del vestuario han llegado. ¡Es hora de vestirse! Cada traje tiene aproximadamente ocho piezas, pues es vestuario de invierno, época en la que está ambientada la ópera. Por eso, hay que arreglarse con anticipación. Es pleno verano y morimos de calor, incluso antes de entrar en escena, pero la belleza del vestuario y la emoción hace que soportemos y casi olvidemos ese detalle.
Las peluqueras también llegan para transformarnos en parisinos con cuffietta y sombreros y, mientras lo hacen, hablan alegremente. Las conversaciones son particularmente divertidas. Se escucha toda una oración en español que es respondida en su totalidad en italiano, y ambas personas comprenden el mensaje sin manejar el idioma de la otra. A las mujeres del teatro parece fascinarles esta situación y, cada vez que sucede, las carcajadas invaden el camerino hasta que se pierde un par de zapatos. Ahí la seriedad y preocupación se apodera de sus rostros porque hacen todo lo que está en sus manos para que cada persona del coro tenga todo lo que necesite.
El último encuentro, previo al del escenario, sucede con el vestuario listo y la adrenalina y los nervios llegan con él. A pesar de que son varias las funciones, la emoción de ver a cada uno de tus compañeros sumergido en un personaje parece no cesar. Se repasan últimos detalles musicales junto con Franca Ciarfella, que se convierte en pianista parisina de 1830, y Lourdes Sánchez, que enciende el espíritu sonoro del coro, mientras en el escenario ya casi finaliza el primer acto de La bohème. Ella se queda hasta el último segundo en el que ingresa el coro a escenario y se va a buscar algún puesto disponible para ver la función desde afuera, encomendando siempre a Dios cada una de las presentaciones, como la gran mayoría del coro. La profesora Margot Parés Reyna da los toques finales arreglando los lazos que lleva cada integrante de la agrupación. Lo hace con esmero y una sonrisa cómplice porque el momento de cantar ha llegado.
Pensar en que Venezuela se verá representada en cada una de las notas compuestas por Puccini es un compromiso del tamaño del Duomo de Milán, pero sólo pensar en el país hace que quieras hacerlo mejor que en la función anterior.
La cuenta regresiva para ingresar al escenario comienza cuando en los altavoces internos del teatro se oye en perfecto italiano: «En quince minutos comenzará la función. Por favor, la orquesta y el coro Simón Bolívar dirigirse a escenario». De pronto, los ascensores y las escaleras están repletas de personajes e instrumentos que cobrarán vida y harán música en sólo quince minutos. Es emocionante hacer el pequeño trayecto entre el piso tres y el piso cero. En el camino se atraviesan programas de mano, donde se pueden leer, justo al lado de grandes solistas, los nombres de compañeros del coro y en letras grandes mis directores: Venezuela asomada por todos lados.
Cuando Mimí y Rodolfo profesan su amor, ya estamos detrás del escenario, esperando que los solistas sean aplaudidos para que el telón se cierre y así ingresar al barrio latino del segundo acto. Los aplausos se oyen e inmediatamente comienza el equipo de tramoya del Teatro alla Scala a trabajar para que, en quince minutos, el segundo acto esté montado. El movimiento es veloz y la eficiencia es indescriptible, más de cien personas detrás de escena se encargan de tener todo listo en tan poco tiempo.
Y allí estamos, utilizando prendas que alguna vez acompañaron a figuras trascendentales del canto lírico como Luciano Pavarotti, por mencionar a alguno. Los casi 200 corazones que integran la Coral Nacional Juvenil Simón Bolívar laten juntos, esperando con ansias detrás del telón rojo que abrió las puertas del éxito a grandes de la música académica desde hace más de dos siglos. Miradas de complicidad, abrazos sinceros que se reparten y apretones de manos de orgullo acompañan la emoción de sentir, otra vez, que se puede trabajar por un mundo mejor a través de la música.
Y esa emoción se multiplica cada vez que el telón se abre, cuando los armónicos que arropan hasta el gran candelabro de la sala hacen que aquel padre o aquella madre que están trabajando a unos diez mil kilómetros de distancia o la abuela que no la detiene la tecnología, ni la diferencia de horario, para comunicarse, estén allí; porque si nosotros estamos en el escenario todos ellos están presentes.
La función comenzó y parece que todos hemos engordado ¡No cabe nadie! Entre figurantes, cantantes y solistas la sensación es de un verdadero mercado de las pulgas. Los vestidos y bufandas hacen que tropieces con todo y el calor se apodera de todos los cuerpos. En ese momento, comienzas a pensar en los consejos de las personas que ayudaron al coro a ser más expresivo y teatral como Luigi Sciamana, Fucho Pereda, Miguel Issa y Marco Gandini. Caminar sin perder el foco, concentrarte en tu personaje, mirar al director, cantar con dirección, energía; todo eso junto, y más, te pasa por la mente mientras que la música suena, sin olvidar que debes divertirte y no dejar a un lado la disciplina en escena.
La energía es colectiva y el calor también. Fingir que hace frío cuando quieres salir corriendo para una ducha es un verdadero desafío. Un burro y un caballo blanco pasan por el escenario. Rogamos: ¡qué no se encabrite! Te das cuenta de que todo es posible y sigues cantando. Musetta rompe un plato y las cualidades actorales del coro se asoman. La banda externa comienza a sonar: es el anuncio de que el segundo acto terminará en cualquier momento. El coro corre por las escaleras hacia el segundo piso dentro del escenario y canta, ondeando banderas francesas, que la ritirata ha llegado. Los aplausos invaden el teatro y la sonrisa del coro y la orquesta aparecen, el telón cierra para comenzar una nueva aventura, el tercer acto.
La confidencialidad entre nosotros, un doble director (Lourdes Sánchez) y una pantalla son los elementos que rodean este momento donde, con complicidad, vemos el rostro del maestro Dudamel confirmando su fraseo en las cortas pero importantes participaciones del coro interno que se encuentra en el penúltimo acto, detrás del escenario. Mimí y Marcello aparecen en escena para conmover a todo el público con su dueto. La participación del coro ha culminado. Dejamos el escenario sigilosamente y con una satisfacción inmensa, pero sin dejar de pensar en que trabajaremos incansablemente para que la siguiente función siempre sea mejor. Muchos nos quedamos en algún lugar de la sala para ver el cuarto acto, en el que Mimí muere y lloramos este final, como ellos, como todos los que están en la sala.